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das Mystische 2.1

ESTO NO ES MÚSICA

ESTO NO ES MÚSICA

En las historias que nos cuentan, en los cuentos fantásticos que nos narran para intentar explicar lo que fuimos o somos, lo que fueron o llegaron a ser aquellos que vivieron antes que nosotros, aquellas voces o nombres del tiempo que luego formaron parte inseparable de nuestra propia vida, de nuestra propia herencia, a veces nos encontramos o aparecemos, de algún modo, nosotros mismos, aunque la experiencia y el intervalo real del tiempo fueran distintos, aunque llegáramos hasta aquello algo más tarde (bien por cuestiones de edad o de situación geográfica, bien por torpezas del azar o de ordenación cronológica de la historia que nos narran y nos cuentan). También sucede entonces, a pesar de las corrientes, que tenemos la impresión de haber vivido algo muy parecido, casi idéntico, aunque cambie incluso la exactitud en las fechas: el momento preciso en que tuvimos noticia de ser al fin protagonistas o de estar a punto de ingresar en la zona ciega de la larga procesión de simulacros; aunque cambie del todo el decorado (los viejos compañeros de viaje) y cambien los distantes colores de la noche, el gusto alquitranado del tabaco. Aun así, en mi caso, salvando todas las distancias, la experiencia fue muy parecida a ésta: “En un atardecer de finales de invierno, estaba él sentado en uno de sus cafés-jukebox acreditados, marcando en los apuntes, con tanta fuerza como podía, lo que menos se le quedaba grabado... El box estaba funcionando, pero él, como siempre, esperaba los números que él mismo había apretado; sólo cuando sonaban estos estaba bien. De repente, después de la pausa para cambiar de disco, junto con los ruidos de esta pausa, como si perteneciera a la esencia misma del jukebox, desde lo profundo sonó una música con la que él, por primera vez en su vida, y luego sólo en los momentos del amor, experimentó lo que en la jerga se llama ‘levitación’, y que él mismo, más de un cuarto de siglo después, llamaría, ¿cómo? ‘¿ascensión?’, ‘¿deslimitación?’, ‘¿mundialización?’. ¿O así: ‘Esto –esta canción, este sonido- soy yo ahora; con estas palabras, estas armonías, yo, como nunca en la vida, he llegado a ser el que soy; como este canto, así soy yo, ¡del todo!’? (Como de costumbre, había un giro para esto, pero como de costumbre, no correspondía del todo: ‘Él se disolvía en la música’). Sin querer saber por el momento quién era el grupo, cuyas voces, sostenidas por guitarras, rugían, igualmente aisladas, mezclándose unas con otras y al fin al unísono –en los jukebox hasta ahora había preferido los cantantes solistas-, él simplemente se asombró... Pero luego, cuando él, oyendo la radio, que era algo que cada vez hacía menos, supo cómo se llamaba el coro de las desvergonzadas lenguas de ángeles que atronando, como quien no quiere la cosa, con sus I want to hold your hand, Love me do, Roll over Beethoven, le quitaban todo el peso del mundo, fueron éstos los primeros discos, digamos ‘no serios’ que él se compró (en lo sucesivo casi sólo se compró discos de éstos)”. José Luis Pardo cita a Peter Handke (Ensayo sobre el jukebox) para explicar este descubrimiento. (Y, entonces, allí, y en todas partes, se oía con potencia el grito alborotado de la alta cultura, de la cultura aristocrática, de la figura paterna: ¡Esto no es música!) Aunque, precisamente, Esto no es música (Introducción al malestar en la cultura de masas), no trata exclusivamente de esta clase de descubrimientos. Esto no es música no es un libro de filosofía de la música, sino más bien un viaje a través del tiempo que intenta establecer un puente de reflexión entre el devenir del Estado del Bienestar (sus precursores, visiones, y antecedentes) del proyecto democrático y el Estado del Malestar vigente que nos ocupa ahora. Todo ello, a partir de cierta desjerarquización (popular/culto, alto/bajo; Poe, Huxley o Wells, Marx o Einstein, al lado de Mae West, del boxeador Sonny Liston, de Marilyn Monroe, Stan Laurel y Oliver Hardy) que Pardo parece observar en el diverso conglomerado de personajes que se dan cita, como un solo cuerpo, en la famosa portada del Sgt. Pepper’s de los Beatles. Esta es una historia poblada de fantasmas, zonas ciegas, de oscuros simulacros y cavernas. Y es la historia imposible de un viento que anunciaba en un principio: “los tiempos están cambiando” (mucho antes incluso de que Bob Dylan lo anunciara) y que acaba con un Superman adolescente (porque todo se ha tornado del revés, de la acción a la producción, de derecha a izquierda, de cerca a lejos, y ahora somos todos, incluidos los superhéroes, mucho más pequeños, vulnerables, frágiles e indefensos) exhibiendo sus poderes microscópicos en las calles polvorientas de Smallville, mientras Bataille, Foucault, Deleuze y Güattari componen sinfonías inquietantes y malditas, más allá del mal y del bien, y todos intentamos digerir del mejor modo posible la compleja y divertida inversión del platonismo, al mismo tiempo que Luthor, el inefable Lex Luthor, se hace con todas las acciones y con todos los poderes (ya no compra el Estado: lo vende) y con toda la engañosa ilusión del espectáculo. “El malestar de hoy –afirma Pardo-, el de la identidad a la que uno se agarra cuando ya no queda nada, tiene sus raíces inmediatas en la erosión de las estructuras del estado social de derecho (o del bienestar), pero en el fondo es un dolor más complejo y profundo que me obligaba a hurgar en la historia de la cultura de masas”. ¿Y dónde se rompe el hilo argumental que, como una conexión entre dos sonidos, relaciona el antes y el después de toda esta historia? Hoy podría aludir, como en otras ocasiones, a los silencios musicales de John Cage, al sonido inexplicable del silencio, y dejar de nuevo esta pregunta sin su esperada respuesta; pero quizá esta respuesta pueda articularse, entre otras variantes posibles, a través del mito y la metáfora. La respuesta, sin duda, estaba en el viento (o eso, al menos, anunciaba Dylan); y pudo estar también en la temible presencia de Jack el Relámpago y su nutrido grupo de ángeles del infierno (Hell’s angels), en las afueras de San Francisco, California, ajustando nuevas notas musicales con una fuerza imprevista, imponiendo con su empuje reglas novedosas en el juego, sin que nadie pareciese sorprendido, derramando en los suburbios del destino sus más hermosas baladas criminales. En enero de 1969 –cuenta Pardo en su libro-, cuando los Beatles estaban ya cerrando sus puertas, un grupo nuevo, los Doors, sacó al mercado su primer álbum, en el que Jim Morrison cantaba una lúgubre y enigmática canción titulada The end, “Fin”: “Éste es el fin,/mi hermoso amigo, el fin,/mi único amigo, el fin/de nuestros cuidadosos planes, el fin/de todo lo sólido, el fin/sin seguridad ni sorpresa, el fin,/nunca más volveré a ver tus ojos”. Cuando los Beatles, por aquellas fechas, grabaron Let it be, los Stones respondieron con un amenazante Let it bleed, es decir: Que corra la sangre. (El malvado Luthor, Lex Luthor, aún anda bailando –vietnamizando Vietnam, afganistanizando Afganistán, irakizando Irak- una danza voraz e insoportable). Algunos olvidan con frecuencia que, en pura lógica, se debe responder que asesinato y rebelión son contradictorios. O, dicho de otro modo: que quien siembra vientos, se dice, determinados vientos, acaba recogiendo tempestades. Y es que, a veces, se diga lo que se diga, se haga como se haga, ya se sabe: resulta francamente peligroso profesar “simpatía por el diablo”.

1 comentario

nike shox o'nine -

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